El Delfin, Różni autorzy

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El inspector Rodríguez estaba desesperado. La ciudad sufría una verdadera ola de robos. En los últimos seis meses, habían robado joyas por valor de quinientos millones de pesetas. Nunca robaban en joyerías, siempre en casas particulares. El inspector no sabía si era un ladrón o toda una banda de ladrones la que realizaba los atracos.

Entraban en las casas cuando no había nadie o había poca gente. Nunca había habido violencias, ni puertas destrozadas, ni heridos, ni muertos. Todos los trabajos habían sido realizados limpiamente. Solamente en un caso, una vieja criada había sido dormida mediante cloroformo. No había podido ver la cara del atracador. Tampoco sabía si iba solo o estaba acompañado.

El inspector Rodríguez es el encargado de descubrir quién roba las joyas. No sabe cómo hacerlo y por eso está desesperado. Hasta ahora sus investigaciones han resultado inútiles. Tiene que volver a empezar.

Está sentado detrás de la mesa de su despacho. Hace calor, se quita la chaqueta, se afloja el nudo de la corbata y se desabrocha un par de botones de la camisa. Son los primeros días del mes de mayo, pero hace tanto calor como en agosto.

Se oyen unos golpes en la puerta.

—Adelante —dice Rodríguez.

Entra un joven alto, rubio, de unos veinticinco años. Se llama Manuel García y es el ayudante del inspector Rodríguez.

—Buenos días, García —le dice el inspector—. ¿Qué hay de nuevo?

—Le llama el señor Serra —le contesta García—, y creo que está de muy mal humor.

El señor Serra es el comisario-jefe. Tiene muy mal genio y todos sus subordinados lo temen.

—¡Vaya! —dice Rodríguez—. Iré a ver qué quiere.

—Suerte —le dice García.

El señor Serra es un hombre bajo, moreno, con bigote y con unas cejas muy espesas que le dan un aspecto terrible. Siempre tiene cara de estar enfadado y casi siempre lo está. Tiene sesenta y dos años y sólo desea jubilarse. Hoy tiene un fuerte dolor de estómago y está verdaderamente furioso.

—¿Me ha llamado, señor? —pregunta el inspector Rodríguez desde la puerta.

—Claro que lo he llamado. Pase, pase. ¿Cuándo piensa resolver el asunto ese de las joyas? No está usted haciendo absolutamente nada. ¿Cree usted que está de vacaciones? Le recuerdo que sus vacaciones son en agosto.

—Pero señor Serra —dice Rodríguez—. Le aseguro que hago todo lo que puedo.

—¿Sí? —dice Serra—. Pues no lo parece. Tendrá que hacer mucho más. Le doy una semana. Hoy es jueves. El jueves próximo debe estar el caso resuelto. Si no lo está, encargaré la investigación a otro inspector.

—Pero señor Serra... Yo no sé si podré resolver el caso en una semana —dice Rodríguez muy preocupado.

—Tendrá que hacerlo —le dice Serra— si no, ya lo sabe, le encargaré el caso a otro inspector.

—Está bien, está bien —dice Rodríguez— lo resolveré.

Rodríguez vuelve a su despacho.

—¿Qué, cómo le ha ido? —pregunta García.

—Muy mal —contesta Rodríguez—. Quiere que resolvamos el caso en una semana.

—Pero eso es imposible —dice García—. No sabemos por dónde empezar.

—A él, eso no le importa. Si no lo resolvemos en una semana, encargará la investigación a otro inspector.

—Vaya, vaya. Tendremos que ponernos a trabajar enseguida —dice García.

—Desde luego. Pero se trabaja mejor con el estómago lleno. Tengo hambre. ¿Quiere que vayamos a comer primero? —pregunta Rodríguez.

Me parece una idea estupenda —contesta García.

Bajan las escaleras y salen a la calle. La comisaría de policía está en el centro de la ciudad. Muy cerca hay un restaurante.

—Buenos días —los saluda el dueño. Conoce muy bien a todos los policías de la comisaría. Son buenos clientes—. Enseguida les preparo una mesa.

El inspector Rodríguez y su ayudante se sientan y consultan la carta.

—Yo voy a tomar unas lentejas con chorizo —dice Rodríguez—. Es uno de mis platos favoritos y la cocinera de este restaurante las hace muy bien.

—Yo tomaré algo más ligero. Con este calor no me apetecen las comidas fuertes. Tomaré una ensalada y pollo a la plancha —dice García.

—Usted lo que no quiere es engordar —dice Rodríguez—. A las chicas no les gustan los hombres con barriga y por eso usted quiere estar delgado.

—Bueno, eso también es verdad. No quiero engordar y las lentejas engordan mucho —dice García—. Pero dejemos de hablar de comida. ¿Quiere que estudiemos el caso del ladrón de joyas?

—¡Oh, no! —contesta rápidamente Rodríguez— nos sentaría mal la comida. Ya hablaremos de ello en el despacho esta tarde, cuando volvamos a la comisaría.

—Como usted quiera —dice García—. Pero tendremos que hacer algo rápidamente, si no el comisario-jefe cumplirá palabra y nos quitará el caso.

—Lo haremos, lo haremos. No se preocupe —dijo Rodríguez—. Pero ahora vamos a comer tranquilamente,vamos a disfrutar de la comida, estas lentejas están riquísimas. Creo que voy a pedir otro plato. A mí no me importa engordar. Ya estoy bastante gordito.

José Fuentes Pérez está sentado en el lujoso salón de su casa, situada en uno de los barrios más elegantes de la ciudad. Es la hora del Telediario, el programa de noticias nocturno. Fuentes tiene una copa en la mano, bebe de vez en cuando y mira la televisión sin poner demasiada atención. Son noticias internacionales. El locutor habla de distintos acontecimientos ocurridos en todo el mundo.

De pronto, Fuentes mira a la pantalla atentamente. Empiezan las noticias nacionales. El locutor habla sobre el último robo de joyas ocurrido en la ciudad. Ha sido realizado con toda perfección. La policía no tiene pistas. Nadie sabe nada, nadie ha visto nada. La policía no sabe por dónde buscar al ladrón o a los ladrones. Lo único que tienen es una tarjeta de cartulina blanca, en el centro de la cual está pintado un pequeño delfín azul.

La tarjeta y el dibujo son iguales a los que se habían encontrado antes en las casas en donde se han cometido robos. De la tarjeta han sido borradas cuidadosamente las huellas dactilares.

José Fuentes sonríe. Saca un cigarrillo y lo enciende con un bonito mechero de oro. Incrustado en el centro del mechero hay un pequeño delfín de plata.

Al inclinarse para dejar el mechero sobre la mesa, se le cae el reloj de pulsera al suelo. «Tengo que arreglar la cadena de este reloj —piensa Fuentes— si no, cualquier día voy a perderlo».

Cuando acaban las noticias se levanta y se dirige a la cocina. Abre el frigorífico y saca una lata de cerveza. La pone en una bandeja. Corta unos trozos de queso, los coloca en un platito, lo pone también en la bandeja y se lo lleva todo a su despacho. Tiene que planear su próximo trabajo. Y siempre piensa mejor mientras come y bebe algo.

El despacho de José Fuentes se parece a todos los despachos de los hombres de negocios que tienen éxito en sus asuntos. Las paredes están forradas de madera de nogal. Al lado de una ventana hay una mesa muy grande, un cómodo sillón para él y otros dos más pequeños para las visitas.

La casa está situada en la planta novena del edificio y desde las ventanas del mismo se divisa toda la ciudad.

José recorre la habitación con la mirada. Está satisfecho de sí mismo. Todo lo que ahora tiene, lo ha ganado él con su trabajo y sin confiar en nadie. Es el método más seguro.

Mira por la ventana y piensa en su vida pasada. A los doce años robó una bicicleta. Lo descubrieron y lo llevaron a un reformatorio. Cuando salió se unió a una banda de jóvenes delincuentes y empezaron a cometer pequeños robos. La policía los detenía siempre y los volvía a llevar al reformatorio.

A los dieciocho años atracó un estanco. Solamente se llevó unos cuantos miles de pesetas, pero la policía lo detuvo y fue a la cárcel. Ya era mayor de edad y no podía volver al reformatorio.

En la cárcel estuvo dos años. Allí aprendió mucho. Se dio cuenta de que los pequeños robos hechos por un grupo no eran productivos. También sabía que al estar fichado por la policía, tendría que tener mucho cuidado. Conoció a un tipo que se dedicaba a vender joyas robadas. Le dio buenos consejos. Le dijo que la profesión de ladrón de joyas era segura y rentable. Pero había que ser inteligente, trabajar solo y no confiar en nadie. Fuentes aprendió la lección.

Cuando salió de la cárcel tenía veinte años. Encontró trabajo en un garaje y durante dos años trabajó de mecánico. No volvió a cometer ningún delito y no tuvo ningún problema con la policía. Ésta, después de dos años, se había olvidado de él.

A los veintidós años decidió dedicarse a lo que era su verdadera vocación: ladrón de joyas. Ahora tiene treinta y lleva ocho robando joyas con un éxito total. En apariencia es un hombre respetable. Vive bien, viaja de vez en cuando. Tiene cuentas corrientes en el extranjero y dice que vive de las rentas de esas cuentas.

No es muy alto. Apenas 1,65 m. Está muy delgado. A pesar de ello tiene un cuerpo atlético. Puede entrar por cualquier sitio y salir de él con toda facilidad. Es capaz de dar grandes saltos y de correr a gran velocidad. Por esta razón, sus amigos, cuando era un niño, lo llamaban el delfín y éste es el nombre de trabajo que utiliza.

Después de cometer un robo, siempre deja una tarjeta blanca con un delfín azul en el centro. Equivale a su tarjeta de visita. Con ella desafía a la policía.

Fuentes deja de mirar por la ventana y se sienta a trabajar. Encima de su mesa extiende un mapa de la ciudad, planos de casas, fotografías diversas y planea con cuidado su próximo trabajo.

 

III.- EL FONTANERO

José Fuentes sale de su casa a primera hora de la mañana. Viste de manera elegante y deportiva a la vez. Un pantalón gris, una camisa de rayas blancas y azules, una corbata granate y una chaqueta azul marino con botones plateados. En la mano lleva una maleta pequeña.

El portero de la casa lo saluda al verlo salir:

—Buenos días, don José. ¿Va de viaje? —Sí —contesta Fuentes—. Un viaje muy corto. Por la noche estaré de nuevo en casa.

—Buen viaje, entonces —le dice el portero.

—Gracias —contesta Fuentes.

Un taxi pasa delante de él. Fuentes le hace una señal para que se pare.

—A la estación, por favor —le dice al taxista.

La estación está muy concurrida a esa hora. Varios trenes están a punto de salir y otros acaban de llegar o van a hacerlo muy pronto. La gente entra y sale. Nadie se fija en los demás.

Fuentes se dirige a los servicios de caballeros. Una vez allí, observa a las personas que están lavándose las manos. Dos jóvenes y un caballero de mediana edad están inclinados sobre los lavabos frotándose las manos con jabón. No se fijan en la persona que acaba de entrar.

Fuentes se encierra en uno de los retretes, permanece allí por espacio de quince minutos. Cuando sale, las personas que están en los lavabos ven salir a un caballero anciano, con el pelo gris, con gafas. El caballero parece fatigado, se apoya en un bastón al caminar. En una mano lleva una maleta pequeña.

Fuentes sale de la estación y toma una taxi.

—Lléveme al centro de la ciudad, por favor —le dice al taxista.

—Sí señor —le dice éste—. ¿Acaba de llegar de viaje?

—Sí —contesta Fuentes—. Un viaje muy corto. Esta misma tarde quiero volver a mi casa.

—Ya estamos en el centro —le dice el taxista—. ¿Dónde quiere que lo deje?

—Aquí mismo —contesta Fuentes—. Tengo que ir a diversos sitios cerca de aquí. ¿Qué le debo?

—Setecientas cincuenta —contesta el taxista.

—Aquí tiene. Gracias. Adiós.

—Adiós. Hasta otro día —le dice el taxista.

Fuentes camina un par de manzanas. Su aspecto es el de un anciano respetable, vestido con un elegante traje gris, una camisa de rayas blancas y azules y una corbata de color granate.

Entra en un centro comercial que acaba de ser inaugurado. Un centro comercial es un gran edificio, dividido en pequeños locales, en cada uno de los cuales se pone un negocio diferente: tiendas de ropa, zapaterías, joyerías, librerías, cafeterías, restaurantes y algunas salas pequeñas de cine.

En este centro hay locales abiertos al público y otros que todavía están sin terminar. Los clientes de las tiendas se mezclan con los obreros que están acabando de poner a punto los locales. Fontaneros, carpinteros, electricistas, pintores, etc., entran y salen. Los obreros con sus monos azules de trabajo, llevan sus herramientas en la mano. El público que acude a este elegante centro comercial mira escaparates o entra en las tiendas. Es un buen sitio para pasar desapercibido. Nadie se fija en los demás.

El caballero del traje gris se detiene ante el escaparate de una joyería. Después entra en una zapatería. Una dependienta se le acerca.

—¿Qué desea? —le pregunta.

—Quiero unos zapatos marrones, de piel, del número cuarenta.

—Enseguida se los traigo —contesta la dependienta.

Vuelve a los pocos minutos y trae varias cajas de zapatos.

—¿Qué le parecen éstos? —pregunta a Fuentes.

—Pues no sé... —contesta éste—. Me gustan un poco más oscuros.

—Entonces estos otros —contesta la dependienta sacando otro par.

—No, ésos no —dice Fuentes—. No me gustan los zapatos sin cordones.

—Y estos otros, ¿qué le parecen? —pregunta la dependienta.

—Éstos están mejor —dice Fuentes—. Voy a probármelos.

—Le quedan muy bien —le dice la dependienta.

—Sí, es mi número —dice Fuentes—. Pero no sé... No me gustan mucho... Creo que no me los voy a llevar.

—Como usted quiera —le dice la dependienta.

Fuentes sigue mirando escaparates. Después se dirige a los servicios. Tiene suerte porque no hay nadie en ellos. Se encierra en uno de los retretes y permanece allí un buen rato.

Cuando vuelve a salir, se ha transformado en un joven muy moreno, con bigote y espesas cejas negras. Lleva puesto un mono azul de trabajo y en la mano una caja de herramientas.

Con paso rápido se dirige a la salida. Una vez en la calle va hasta un lujoso edificio, situado en la misma calle del centro comercial.

El edificio tiene un portal muy elegante. El suelo es de mármol, hay un par de sillones de cuero y una mesa baja cerca del ascensor. Un portero de uniforme está sentado detrás del mostrador de recepción. Fuentes llama al timbre de la puerta. El portero le abre.

—¿Adónde va? —le pregunta.

—Al ático, al décimo B. A casa de los señores Herrero. Soy el fontanero. Pertenezco a la casa SERVITEL SANEAMIENTOS Y FONTANERÍA EN GENERAL. —dice Fuentes mientras entrega al portero una tarjeta con la dirección, el teléfono y los servicios de la casa SERVITEL.

—Creo que tienen una avería en el cuarto de baño de la señora —continúa diciendo Fuentes.

—Muy bien. Puede subir —le dice el portero—, mientras se guarda la tarjeta.

Fuentes se dirige al ascensor. Observa los botones del mismo y pulsa el correspondiente al décimo piso.

Cuando el ascensor se para, Fuentes sale de él y se dirige al apartamento señalado con la letra B. Tiene sus informes y sabe que a estas horas, solamente se encuentran en la casa el mayordomo y la doncella.

También sabe que la dueña de la casa tiene valiosas joyas y que no las guarda en una caja fuerte sino en un pequeño joyero en su habitación.

Llama a la puerta. El mayordomo sale a abrirle.

—¿Qué desea? —pregunta—, mirándolo de manera desconfiada.

—Soy el fontanero —dice Fuentes.

—Ya lo veo —contesta el mayordomo—. Pero yo no he llamado a ningún fontanero.

—Usted no —dice Fuentes—. Ha sido una doncella. Mire, yo trabajo en el centro comercial que hay aquí al lado. Ayer por la tarde vino una chica y me dijo que el baño de su señora goteaba, que si podía venir a arreglarlo. Ahora es la hora del almuerzo y tengo un rato libre. He venido a arreglarlo. Pero, oiga, si no quiere me voy. Tengo que hacer otras chapuzas.

—Espere un momento —dice el mayordomo—. Voy a preguntar a la doncella.

Antes de que el mayordomo cierre la puerta, Fuentes ha introducido su pie y se lo impide. Entra en la casa y cierra la puerta, empujándola con el pie.

—¡Oiga! ¿Qué es esto? —dice el mayordomo.

Pero no puede decir nada más. Fuentes le pone delante de la boca y de la nariz, un pañuelo empapado en cloroformo. El mayordomo se queda inconsciente. Fuentes lo deja tendido en el suelo. Sube rápidamente la escalera que conduce al piso de arriba, donde están los dormitorios. Se dirige a la habitación de la señora. La doncella está haciendo la cama.

—¿Quién es usted? —pregunta un poco asustada.

Pero no tiene tiempo de preguntar nada más. El pañuelo con cloroformo la deja inconsciente. Fuentes la deja tendida en el suelo como al mayordomo.

Fuentes va al armario, lo abre, encuentra el joyero, lo abre, saca las joyas, se las mete en el bolsillo y deja dentro del joyero la tarjeta blanca con el delfín azul. Baja deprisa las escaleras. Al llegar a la puerta coge su caja de herramientas que estaba al lado del mayordomo. Éste sigue inconsciente.

Llama al ascensor y pulsa el botón correspondiente al primer piso, no a la planta baja. Antes de salir del ascensor, coloca un papel adhesivo en el botón correspondiente al timbre de alarma. Éste se pone a tocar insistentemente. El portero lo oye y va a ver que pasa, abandona por unos minutos su puesto cerca de la puerta. Fuentes, que ya estaba escondido detrás de un sillón en el portal, aprovecha el momento y sale del edificio.

Mira su reloj. Ha tardado exactamente doce minutos en realizar todo el trabajo. Había calculado quince. Indudablemente está mejorando.

Vuelve a los servicios del centro comercial. En los lavabos hay varias personas. Mala suerte.

Tendrá que estar un poco más de tiempo encerrado dentro del retrete. Cuando sale, lo hace convertido en el anciano caballero del traje gris. Se dirige a la zapatería en la que estuvo anteriormente probándose unos zapatos. La empleada lo reconoce.

—¿Qué —le pregunta—, vuelve por los zapatos?

—Pues sí —contesta Fuentes con voz cansada—. He visto los escaparates de otras zapaterías y los que me probé aquí son los que me han gustado más.

—Son unos zapatos estupendos —dice la dependienta—. Piel de primera calidad y suela de cuero. ¿Quiere probárselos otra vez?

—No es necesario —dice Fuentes—. Ya me los puse antes y me quedaban bien. Me los llevo.

—Muy bien. Aquí tiene.

Fuentes sale del centro comercial y camina un par de manzanas. Abandona los zapatos en el primer contenedor de basuras que encuentra. Los zapatos han sido un pretexto para justificar su presencia en el Centro, pero ahora son un estorbo.

Hace una señal a un taxi y le da la dirección de un conocido restaurante. Come allí y al terminar entra en el primer cine que encuentra. Así pasará el tiempo más deprisa. No debe estar de vuelta en su casa hasta las últimas horas de la tarde.

Cuando sale del cine, un taxi lo lleva de nuevo a la estación. De los servicios de ésta sale de nuevo convertido en José Fuentes Pérez. En la puerta de la estación toma otro taxi que le deja en la puerta de su casa.

—Buenas noches, don José—le saluda el portero—. ¿Qué tal el viaje?

—Estupendo, gracias —contesta Fuentes mientras se dirige al ascensor que lo llevará a su apartamento.

IV

EL RELOJ

 

El inspector Rodríguez está sentando detrás de su mesa. Oye unos golpes en la puerta.

“Pase, pase, García”.

El ayudante del inspector entra y se sienta.

“Otra vez estamos igual – dice Rodríguez – No tenemos ninguna pista. Ya esta vez ha sido un robo importante. Las joyas estaban valoradas an más de cincuenta millones de pesetas”.

“Pero es increíble, - dice García. – Un robo hecho a plena luz del día y nadie se da cuenta de nada”.

“El ladron es muy inteligente, - dice Rodríguez. – Nadie se fija en un fontanero en un lugar en el que hay muchos obreros, todos con un mono azul que entran y salen”.

“Pero el portero, el mayordomo y la doncella lo han visto, - dice García - ¿No pueden dar una descripción de él?”.

“Claro que sí, pero sus descripciones no coinciden, - dice el inspector. – El portero asegura que era un hombre bajo y gordo. El mayordomo dice que era de estatura media y la doncella no se acuerda de nada, porque sólo lo vio unos segundos. Los tres coinciden en una cosa, era muy moreno, tenía bigote y llevaba una gorra azul metida hasta los ojos. Ninguno se fijó en la cara”.

“Y qué vamos a hacer ahora?” – pregunta García.

“No podemos hacer nada, - dice el inspector -. No tenemos huellas dactilares, ni ninguna otra cosa para poder empezar la investigación”.

“Y cómo sabía el ladrón que había joyas en esa casa?” – vuelve a preguntar García.

“Ëse es otro problema que habrá que investigar más tarde. Hay toda una red de informadores relacionada con los ladrones de joyas. Pero no sabemos quiénes son los informadores. Pueden ser los criados, los mismos joyeros, etc...” – dice el inspector Rodríguez.

“¿Y qué dice el comisario jefe? ¿Sigue enfadado? ¿Nos va a quitar el caso?” – pregunta de nuevo García.

“Todavía no me ha llamado – dice Rodríguez. – Pero no tardará. Me echará una buena bronca, como siempre. Pero no nos puede quitar el caso. Nadie puede hacer otra cosa más que esperar a que nuestro ladrón cometa un fallo”.

“¿Ha vuelto a dejar la tarjeta con el delfín?” – pregunta García.

“Sí – dice el inspector – En el lugar de las joyas. Se burla de nosotros, pero ya lo cogeremos”.

 

***

 

José Fuentes sale del portal de su casa hacia las diez de la noche. ...

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